POR MARIO FLORES*
En los intrincados e infinitos pasillos de internet la pregunta «¿por qué leer?» aparece muchísimas veces. Entre las respuestas usuales, encontramos reiteraciones convencionales como ‘pasatiempo’ o ‘entretenimiento’, ‘búsqueda de conocimiento’, ‘placer hedonista’.
Por varias razones, siempre desconfié de estos argumentos. O quizá desconfío de que la lectura se trate de un simple mecanismo de defensa contra la realidad, como un acto masturbatorio recreativo (al igual que la escritura, la más de las veces). Hay algo en ese placer efímero en ademán de hobby que, creo percibir, quita mucha de la intensidad que se encuentra en el texto.
Leer comprometidamente es esencial. Convertir el acto placentero de leer en algo más que una simple actividad para pasar el tiempo, en algo más que distracción sensorial. Sin embargo, hay otra respuesta que también se reitera muchas veces. Confusa tal vez, pero de una dirección única: Para habitar otros mundos, para perderse en otros mundos.
No es difícil imaginarse a un lector de novelas como un humano enfrascado en las páginas que detonan su imaginación y lo hacen creer recorrer las geografías que está leyendo, sentir las emociones que está leyendo, enfrentar los retos y avatares que está leyendo. Un lector activo. Un espectaactor. Alguien que lee de modo despierto, que se inaugura nuevas preguntas en tanto el texto sobrevive.
Pero no preguntar solamente ¿qué pasa en el siguiente capítulo? sino también ¿qué hay detrás? ¿qué sustancia ulterior representa la escena que se atraviesa?
Esto pasa cuando uno lee Tierra del fuego, de Julieta Antonelli (Alto Pogo, 2016). Los lectores de solapas se van a encontrar con los breves datos biográficos de una bióloga, y podrá huir de una posible novela científica. Los lectores de contratapas se van a encontrar con un texto tráiler que le hará pensar en un diario de viaje, en un recorrido personal o en un libro bitácora. Habrá que internarse en las páginas de la historia para comprender, finalmente, que se trata de un artilugio mucho más complejo. Habrá que aventurarse junto a la protagonista, Juana, en un intercambio siempre injusto entre el tiempo en constante movimiento, en presente continuo, y los rostros que van atravesando su vida. Parece un ejercicio literario rudimentario: por la forma en que está escrito, pero resguarda algo mucho más conmovedor: la brutalidad hermosa de un vaivén entre la distancia, lo salvaje y lo humano.
Juana es una estudiante de biología que se interna en un viaje de investigación en el sur profundo de Tierra del Fuego. Su novio, hace lo mismo por otro rumbo: Misiones. Aquí aparecen las palabras lejanía y aislamiento. En medio de un escenario inhóspito y salvaje, Juana emprende no solo un viaje hacia el afuera: el descubrimiento, la vocación, la experiencia de lo desconocido; sino también hacia el adentro: cómo sobrevivir en un espacio hostil, cómo salvarse a sí misma. Y ahí, en Tierra del Fuego, aparecen varios rostros nuevos.
Esos rostros son algo en lo que me detuve muchas veces leyendo este libro. No son simples personajes secundarios con esporádicas apariciones retomando la palabra y aportando un poco de información para que la historia avance en pos de tiempo muerto. Aquí no hay tiempo muerto. Todo rostro que se digna de aparecer en la novela tiene un grado de importancia altísima, se la juegan incluso en mínimos diálogos confusos tanto para Juana como para uno. Hasta los cadáveres cetáceos que descansan en lenta putrefacción sobre esa playa inhóspita tienen voz propia. No olvidemos que se trata de una novela situada en el fin del mundo: el clima, la grafía, los desplazamientos, las evoluciones, son todos elementos que conviven en una casa museo, la estancia Hamberton sobre el canal de Beagle. El frío, el viento y el pavor del mar no son suficientes para que las escenas se congelen: todo ocurre de forma abrupta, dentro y fuera de la mente de Juana, que sobrevive a esta búsqueda de un monstruo personal. El separarse, el extrañar, el saberse lejos, el saberse monstruo, el dejar atrás.
Una vez le presté este libro a alguien que no terminó de leerlo porque me dijo que era “otra novela de minitas buscándose a sí mismas”. Lo interesante de esa sentencia es justamente su falta de puntería: la minita de la novela, Juana, no es una estudiante que se toma un año sabático para emprender un viaje de mochilera con la tarjeta de papi/mami buscando experiencias que puedan quedar bien en una selfie, sino que es un personaje sujeto a las condiciones de una realidad gélida y acelerada, se interna en lo concreto del estudio, se hunde en el barro y ahí, en ese lodo textual lleno de anécdotas y amistades descubiertas, emerge la verdadera historia.
Sí, hay información a montones. Desde una lista de especies animales hasta un complejo inventario de sistemas de estudios marinos. Solamente quien conoce a la perfección estas definiciones puede novelarlos de tal modo que el lector no corra a las ventanas de Google para buscarlos. Solamente quien conoce a la perfección este camino sabe cómo otorgar oxígeno suficiente para que nos quedemos hasta el final (Julieta Antonelli es Licenciada en Ciencias Biológicas de la UBA). Hay un mar asesino (¿o redentor?) que se lleva un rostro vivo. Hay un ermitaño alejado del mundo en medio de esa nada viva (de los mejores pasajes del libro: intercambian yerba y mercadería por información de este personaje aislado para siempre del mundo). Hay un zifio siempre oculto que se encapricha en instalar obsesiones. Hay una suerte de aislamiento propiciado con la lejanía donde el vínculo con la tecnología toma partido en la forma en que los personajes se relacionan con sus propios fantasmas, tembleques y terroríficos.
«Las cosas son mucho más jodidas de lo que vos te imaginás. Allá en Tandil tengo a mi esposa, Inés. Me casé después de que estuvimos un año de novios porque ella estaba desesperada por tener su familia perfecta. Yo prefería recibirme en la facultad antes de casarme, pero al final terminé haciendo lo que ella quería. Estaba obsesionada con tener hijos, me volvía loco con eso. Al toque que nos casamos quedó embarazada. Nunca la había visto tan feliz, ni siquiera el día de nuestra boda. Cuando se hizo la ecografía de los seis meses, nos dijeron que el corazón del bebé se había detenido y que había que inducir un aborto. Le dieron las pastillas y volvimos a casa. A las dos horas, empezó a gritar de dolor y a sangrar descontroladamente. Yo estaba desesperado, pero los médicos me habían dicho que el procedimiento era así, que tenía que expulsar al bebé muerto sí o sí. Después de un montón de tiempo, ni sé cuánto, vi salir un feto horrible de adentro de ella. A partir de ese momento no me pude sacar más esa imagen macabra de la cabeza. Pasaron los meses y yo no pude volver a estudiar porque no podía concentrarme ni un minuto, pensaba todo el tiempo en eso. Al final terminé diciéndole a Inés que me venía a Tierra del Fuego a hacer la pasantía. Se imaginan que no puedo volver ahora y decirle que voy a tener un hijo con otra». Cuenta un personaje, alrededor de un fuego preciado, en un momento de debilidad disfrazada.
Se trata de una historia con sumo atrevimiento. Pero no el atrevimiento que se erige sobre el supuesto escándalo del lenguaje, sino sobre el atrevimiento que solamente es reconocible en la triste belleza de la verosimilitud. En donde la realidad choca con su propio cuerpo, y desaparece, dejando a ese personaje hablando y a nosotros siendo parte de la misma profundidad abisal.
Mario Flores (Tartagal, 1990) es escritor y DJ de música electrónica. Publicó Hikaru (Editorial Nudista, 2018) y Necrópolis (Fondo Editorial de Salta, 2019). Es becario del Fondo Nacional de las Artes.