“La mangaaaa”… Las dos niñas se levantan sobresaltadas por el grito que viene de lejos y salen a la galería. Piso de barro cocido en una casa provista por el ingenio San José, contra el canal del Caínzo. Son casi las nueve de la mañana, pero aunque no hay nubes, el cielo se oscurece. Corren a la cocina donde juntan ollas y cucharas; cada una se aposta en la planta favorita que quiere proteger: solo alcanza para una. María Luisa debajo del naranjo sanguíneo, Albina Paulina bajo la higuera. María, su madre, prefiere el jazmín. Carlos, el padre, toma unas colchas para proteger las lechugas y acelgas de la huerta. Primero un rumor, luego un crepitar intenso, y finalmente se desata la batalla sonora. De un lado el ensordecedor crujir de mandíbulas voraces y ramas que se quiebran por el peso de los insectos; del otro el batir de ollas metálicas para ahuyentar al menos localmente el malón depredador. Se suman gritos, insultos, llantos. Aullidos y ladridos de los perros, a lo lejos el rebuzno de un burro, el gemido de un buey. Cuando finalmente vuelve la calma, los árboles han quedado desnudos salvo lo poco protegido por las campanadas desesperadas. Hay una morera que es “puro palo”. En el suelo hay langostas rezagadas sobre el patio de tierra que las niñas pisan con rencor impotente. La oscuridad se disipa. “A barrer”, dice María. El aire se entibia con el sol mañanero, el calor reaviva los olores. La respiración se relaja y los percibe. El tufo de las excretas de las langostas que defecaron o quedaron aplastadas se mezcla con un perfume de los cítricos machucados. Creo que 50 años más tarde, cuando María Luisa baja la voz al rememorar el final de la historia siente un resabio de esos vapores. Y sus ojos nublados ven a Carlos que toca el follaje sobreviviente del naranjo y dice: “este año no habrá frutos, pero va a rebrotar”.
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H. Ricardo Grau - Director del Instituto de Ecología Regional (UNT-Conicet).