Por Fabián Soberón
PARA LA GACETA - TUCUMÁN
El encierro convierte a la ciudad en una isla desierta. En el amanecer la avenida es un páramo cubierto de la seda inmarcesible del silencio.
Es de mañana y mis hijos duermen. Enciendo la televisión y el número de muertos asciende. Mientras desayuno, anoto ideas para un cuento. Al rato, se despiertan. Les llevo el desayuno a la cama.
Abro el portón de calle. Unos pocos autos y un batallón de policías ocupan la avenida. Ingreso y retomo el relato: un croto sin nombre cruza las calles del centro. Está solo y es el nuevo dueño de la ciudad. Intercalo la escritura esquiva con la relectura de la novela The Road, de Cormac MacCarthy: un hombre y su hijo caminan por el escenario quemado de una ciudad devastada.
Después del almuerzo, preparo clases virtuales y le pregunto al escritor cubano Marcial Gala qué hace en estos días: “Cuando empezó todo esto de la pandemia yo ya estaba escribiendo una novela que se desarrolla en la Cuba del siglo XIX y es mi primera novela gótica, así que seguí escribiéndola. Por otro lado hago muchos ejercicios tratando de evitar el sedentarismo”. En cambio, Jorge Consiglio confiesa que no puede escribir: “Creo que para escribir hay que tener la posibilidad de la libertad. Quizás por tenerla restringida es que estoy siendo tan poco productivo. Además, me revelo ante la idea de la productividad por la productividad misma; es decir, aprovechar el tiempo de encierro para escribir como un demente. En situaciones como las que estamos viviendo, uno está preocupado por sobrevivir: cómo conservo la vida y cómo llego a fin de mes. Y este hecho demanda muchísima energía. De todas formas, para no enloquecer me hice una rutina de ejercicios diarios que intento cumplir. Corro desde mi cama hasta el balcón, voy y vengo miles de veces. Eso es un aspecto interesante del encierro por la pandemia. Ahora los espacios están reformulados, sobre todo en la ciudad: las terrazas, los patios y los ambientes internos. Hay otra mirada. Un metro, en estos momentos, tiene que rendir un kilómetro por lo menos”.
Por curiosidad, a la noche me asomo a la vereda. En la oscuridad plena, el mutismo incomparable inaugura un abismo que no he percibido nunca. Frente al vacío, imagino las camas de los hospitales, los cuerpos dormidos, los médicos agitados, la respiración entrecortada de un enfermo. En el silencio de la noche más sombría, evoco los féretros que son enterrados sin nombre.
No puedo dormir. Una hora más tarde entro a la computadora y recibo por mail una reflexión del escritor Gabriel Bellomo: “La escritura en el fondo de una cueva con una comida al día que alguien arrimaría a la entrada para enseguida alejarse, tal como anhelaba Kafka, o en el retiro de su búnker, como Salinger, o como si debiera producirse en una habitación en llamas, como Cheever proponía a sus alumnos. Claustro, encierro, aislamiento. En las últimas semanas, acorralado por la extrañeza y la angustia, y después de muchos años, volví al relato. Toda una historia de principio a fin: no una vida sino varias. Un lapso en el decurso de las vidas de unas cuantas personas. Seres frágiles y fuertes, como cualquiera de nosotros, con sus alegrías, sus sueños, sus desdichas.”
Por su parte, el escritor Philippe Claudel me contesta desde Francia: “Este momento excepcional es también una oportunidad para reflexionar sobre el funcionamiento del mundo y nuestro propio funcionamiento. Por ejemplo, nos damos cuenta, y estoy feliz por esto, de que los intercambios facilitados por la tecnología (skype, redes sociales) no reemplazan los contactos humanos reales y que sufrimos por no poder realmente encontrarnos con amigos, parientes y compañeros de trabajo. Espero que esta crisis actúe como una conciencia de lo que realmente es el vínculo humano y de lo que debería ser. No me quejo personalmente del encierro porque tengo la suerte de tener una casa, un jardín, mi esposa y mi hija a mi lado. Hay libros, lectura, escritura, películas. Cocinamos mucho, bebemos vino por la noche. Solo escuchamos un informativo una vez al día. Es suficiente. Muchas personas siguen viendo los canales de noticias continuamente y el único efecto es aumentar su ansiedad. Lo más extraño es que cada día se parece al anterior: el tiempo es cíclico y da el efecto de que está suspendido. El día siguiente se convierte en un concepto banal y no muy emocionante porque creemos que será idéntico al presente”.
Siri Husvedt cuenta en un artículo publicado por El País que ella y su esposo, Paul Auster, estuvieron enfermos. Desde el comienzo de su enfermedad está encerrada. Escribe, como siempre, pero vive en suspenso. Con el estertor mudo del virus, la ajetreada Nueva York ha cambiado su fisonomía. La ciudad anterior ya no existe.
Al leer el artículo de Husvedt rememoro mi vida en Nueva York y pienso: ¿qué pasará con la isla que es muchas islas? ¿Dónde duermen los cubanos de la séptima avenida? ¿Con quién come el escritor manco que vendía su servicio en una calle estrecha? ¿A quién le vende falafel Bruce con su carrito de lata? Desde la isla de la distancia pienso en la isla en la que late mi corazón de cenizas.
Veo, desde el mar de la ausencia, las torres blancas, Washington Square, el subte abarrotado y vacío, la lluvia de Livingston St., las tiendas de Brooklyn. Los libros no son fantasmas diurnos sino voces que hablan en el destierro. ¿Qué hace mi vecina de Brooklyn Heights? ¿En qué rincón de su departamento escribe el poeta Manuel López? ¿Dónde espera el futuro Flavia Romani Bafile? Estas preguntas solo tienen el piso frío, una ventana estrecha y el rumor del río Hudson. En la noche más larga la esperanza no llega: encenderé una luz para escuchar lo que solo tiene infancia.
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Fabián Soberón – Escritor.