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Apuntes de "Recuerdos del final", de Marco Caorlin

El escritor Mario Flores reseña el libro de cuentos publicado por Kala Ediciones (de Cafayate).
24 Oct 2019
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Por Mario Flores (*)

Hace mucho tiempo, cuando vivía en Capital Federal, una conocida me decía que odiaba los cuentos escritos en primera persona que trataban anécdotas de infancia, porque le parecían “plomazos”. Algo de verdad había en la sentencia: y es que cuando el uso (y abuso) de una voz ‘personal’ para el recorrido de un suceso termina siendo el núcleo de tiempo y espacio a la hora de leer, es fácil caer en registros de diario personal, blog cotidiano o crónica de remembranza (y que nos parezca una estafa a la que le falta elaboración). ¿Qué diferencia hay entre la transcripción de una charla tipo “cuando era chico mi videojuego favorito era…” -que puede darse entre tres humanos que beben cerveza en una vereda común y corriente- y un relato escrito en primera persona que opere sobre ese mismo tema?

La respuesta es: detalles. Como dijo Fabio Martínez, quien dice que otro escritor famoso le dijo: la literatura está hecha de detalles.

Recuerdos del final. El primer libro de cuentos (y primera publicación literaria) de Marco Caorlin, se inscribe dentro de un género que -afortunadamente- se ha visto revitalizado en los últimos años: en la tapa, debajo del título, puede leerse la aclaración “cuentos fantásticos”. Caorlin nació en diciembre del 81 (tomar nota del año, ya que es importante para el despliegue de referencias que aparecen en el libro), y lo primero que nos enteramos del autor es que se trata de un apasionado del cine y el comic: nada casual. Los relatos del libro avanzan con rapidez fílmica: la sucesión de imágenes y escenas es ágil y muy divertida. Entre los cuentos hay algunos enlaces, como cadenas invisibles que hermanan algunos de los argumentos con detalles luminosos: objetos, lugares, sentidos de humor que comparten los atormentados personajes a quienes les pasa el cuento por encima. Con algunos registros autorreferenciales de edad y contexto social (la década de los 80, los comienzos del menemismo y la evolución de los efectos visuales en el cine como analogía de la presencia de la tecnología) es muy fácil perderse en esa mística personal, usada como trasfondo en común para los cuentos que parecen ser “pura ficción”. Pareciera que nada lo es. En el cuento “Las salinas” (un western del noroeste argentino, probablemente uno de los mejores textos que se haya escrito en el contexto del NOA), la persona que lee dirá: “esto se le ocurrió cuando el autor hizo un viaje turístico a través de la salina”, y puede ser verdad: todo es personal, el autor siente un gran afecto por estos cuentos. La voz que narra nos quiere envolver, lanza los datos precisos (sin ahogarnos en descripciones barrocas espaciotemporales) para armar los mini fimls. Y digo afecto, porque los escenarios contienen esos guiños culturales que son materia prima y gestos de identidad de Caorlin: Batman, la generación Blockbuster, las tramas de antihéroes en lo hinóspito y (quizá lo que más reluce) el pop de fin de siglo: el libro tiene sangre y violencia, pero no abandonamos el kistch alien en ningún momento.

Los cuentos. Son diez relatos (más una página de agradecimientos). Alguien va a comprar este libro y va a pensar que “sirve” mucho para un público joven (por la relación evidente entre el mundo del comic y el cine comercial). En mi opinión, los adolescentes pueden leer lo que se les cante (mejor no leer nada si la discriminación entre Platero y yo y Trópico de Capricornio es a partir de lo soft). Encuentros del tercer tipo (una deuda en la narrativa salteña, donde la info de avistamientos es muchísima); apocalipsis zombie; cowboys del NOA; videojuegos que te llevan a otra dimensión. Entre el lado oscuro de la tecnología, parafraseando a Black Mirror y a Love Death & Robots, las criaturas monstruosas o el siempre sentimiento de autodestrucción humana, los cuentos son breves y veloces: la prosa de Caorlin no tiene peajes de ornamentación ni explicaciones banales. Todo lleva al conflicto y está bien que así sea: después de todo, es un libro de acción. En el muy olvidable “Algor Mortis” (un texto sobre un personaje que recorre el día de año nuevo a través del apocalipsis zombie), al igual que en el Amanecer de los muertos, no existe la génesis: vamos directo al hambre de cerebros. En “El joystick maldito”, la primera persona reconstruye el paisaje de principios de los 90 con ademanes de oscurantismo: lo sobrenatural nos indica que no son cuentos de terror, sino relatos de lo desconocido, lo oculto. El mejor cuento del libro (“Ole Diablo”) toca de refilón el tema de sectas satanistas o alternativas desde el ojo de la infancia: un golazo.

En el revival innegable de lo fantástico y la ciencia ficción made in argentina, este libro puede servir para pensar las relaciones intertextuales entre La casa de los eucaliptus de Luciano Lamberti o el uso de lo regional en la novela Detrás de las imágenes de Daniel Medina (los cuentos largos de tono confesional de Mariana Enríquez o el más cinéfilo, Suits de la primera antología Love Death & Robots de Netflix).

La edición. Kala Ediciones (de Cafayate) tiene la ¿mala? costumbre de cobrar barato por libros de muy buena calidad. Otra vez: publicar narrativa de más de cien páginas en Salta, es algo a lo que casi ningún sello se atreve (factores de consumo, costo y distribución hacen al debate; pero no hay que olvidarse de que capaz no toda la narrativa local merece el papel, nos ahorran el hastío). La IMPRESIONANTE tapa del libro, así como las ilustraciones interiores, una por cada relato, es obra del hermano menor del autor: Gian Caorlin. El tono oscuro de los trazos hacen recordar las novelas gráficas nacionales de corte dark.

El diseño cuidadoso de la editorial (que ya publicó libros hermosos y prolijos del mismo tono como El libro del cuco de Gastón Almada, que también incluye ilustraciones y disposiciones más trabajadas que en un libro de texto ‘normal’) no llega a ser lo suficientemente elaborada a la hora de corregir: las faltas ortográficas y de puntuación (cuando no de sentido semántico de diálogos y ¡frases enteras!) tienen continuidad con los más de cien errores en la novela Entre clavos y martillos (también de Kala Ediciones). Si me dieran cinco pesos por cada error marcado a lápiz, comemos una semana. De todos modos, no se trata de rantear la diagramación o el crudo del original base: entre el montaje de los textos, el orden del índice y los geniales dibujos, lo vale. Y vale más el cómo se inscribe este primer libro (no dejo de pensar en eso: es un PRIMER libro) dentro de la ya acartonada narrativa salteña, que no dejaba de situarse en el naturalismo constumbrista de la identidad: aquí la identidad no es el elogio al sabor de “un buen vino de la zona” (como dice uno de los personajes después de una balacera), sino la representación caótica y friky del paisajismo. Muchos de los cuentos cumplen el rol de iniciación: los personajes gozan de cierta ingenuidad que los hace humanos y creíbles en la pubertad, a la hora de toparse con el miedo, la violencia y el paso del tiempo.

“Pensé en volver. Pensé en ver a mis conocidos. A mis amigos, a mis amores. Pensé en mis cosas, en mis trabajos, en lo que no hice, en lo que hice. Pensé en lo que podía hacer. En lo malo y lo bueno. En mi vida, que después de esto había cambiado y no sería igual, nunca más. Pensé en mis héroes, en mis enemigos. Pensé en el pasado, en el futuro, pero el presente me evadía. Lo inconcluso. Los finales felices no existen, y si existen yo no iba a conocer uno.” (Fragmento de “Las salinas”).

(*) Mario Flores (Tartagal, 1990). Escritor, editor, DJ. Autor de Hikaru (Nudista, 2018) y Necrópolis (Fondo Editorial Salta, 2019).

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