> SEXUALMENTE HABLANDO
INÉS PÁEZ DE LA TORRE
Psicóloga
Paul Bloom, profesor de Psicología de la Universidad de Yale, dedica un gran apartado de su libro “La esencia del placer”, a una serie de curiosas y razonables preguntas que “todo aquel que esté buscando pareja debe poder responder” (al toparse con un potencial candidato). “¿Es esta persona un pariente?”, es una de las más importantes.
¿Por qué no nos sentimos atraídos sexualmente por nuestros hermanos? Muchas personas pueden apreciar el atractivo de sus hermanos o hermanas y, sin embargo, es muy infrecuente que quieran mantener relaciones sexuales con ellos/as. “Pocos padres, o casi ninguno, tienen que preocuparse porque sus hijos adolescentes se suban juntos y a escondidas al asiento trasero del auto, o porque planeen escapadas románticas el uno con el otro. Bloquear el incesto no es una prioridad del sistema educativo; los sacerdotes y políticos no proclaman a los cuatro vientos su desaprobación, ni los psicólogos reciben subvenciones del gobierno para combatir esa lacra”. Y agrega Bloom: “Es como comer excrementos; no constituye un problema porque prácticamente nadie quiere hacerlo”.
Evolutivamente, evitar el incesto tiene un fundamento inscripto en el ADN: no conviene tener hijos con nuestros parientes, porque compartimos con ellos muchos genes y eso podría convertirse en un problema. En cambio, si lo hacemos con los que son genéticamente diferentes a nosotros, aumentan las posibilidades de una descendencia mejor provista para la adaptación y la supervivencia.
“Corresidencia” y más
A veces las personas se acuestan con parientes por error, como le pasó al célebre Edipo o a los personajes que encarnaban Chris Cooper y Elizabeth Peña en Lone Star, película de los 90, dirigida por John Sayles. (Y fuera de la ficción, en el 2008, en Inglaterra, dos mellizos separados al nacer se conocieron años después y se casaron). Incluso hay personas que, sin estar unidas genéticamente, tienen la sensación de que lo están: los casos más estudiados son los de niños israelíes que se han criado juntos en un kibutz y los de matrimonios arreglados en China y Taiwán por parejas que adoptan a una niña para educarla como miembro de la familia y que luego se case con su hijo. En ambas situaciones, no suelen establecerse después relaciones sexuales ni románticas.
Estos ejemplos parecen indicar que, cuando dos personas se crían juntas, hay algo que mata la libido entre ambas. Pero, ¿qué es exactamente ese algo?
Algunos investigadores se inclinan por la “corresidencia”: los niños que viven juntos durante un largo período de tiempo acaban por desarrollar una aversión sexual. Otros postulan como factor potencial la relación que el individuo observa entre su madre y el otro niño.
¿Cómo interactúan estas dos cuestiones? Al parecer, si una persona no ha tenido ocasión de ver a su hermano/a recibiendo los cuidados que se dan a un bebé (una experiencia que sólo tienen los hermanos mayores respecto de los menores; el hermano menor nunca ha visto al mayor como a un lactante), entonces el factor fundamental es la duración de la corresidencia: cuanto más tiempo convive alguien con su hermano/a, mayor será la aversión sexual.
Pero, cuando alguien ha visto a su hermano/a atendido/a como un bebé, esto es mucho más fuerte que la corresidencia. De hecho, la duración de la misma deja de tener importancia: la libido queda anulada para años posteriores aunque no se haya convivido por mucho tiempo.