Batir récords se ha convertido en los últimos tiempos en una de las mediciones predilectas para señalar la magnitud de algunos fenómenos locales. Se habla de cientos de miles, cuando no de millones de turistas atraídos por la geografía y por las manifestaciones artísticas propias del país: la Quebrada de Humahuaca, el Glaciar Perito Moreno, las nieves de San Martín de los Andes, los itinerarios salpicados de milongas o de campeonatos mundiales de tango, los restaurantes dedicados a las cocinas regionales, y las más o menos 100 obras de teatro que se representan todos los fines de semana en Buenos Aires entran entonces en una misma categoría Los megaeventos son incontables: exposiciones infinitas de los galeristas porteños asociados; 30 museos que abren gratis los sábados hasta las dos de la mañana; conciertos o recitales a cielo abierto donde retumban algunas bandas o los tres tenores; la Feria del Libro; la Exposición Rural y las muestras artesanales sirven para que los organizadores y los medios confundan la cantidad de visitantes con la situación de la cultura. Se trata, parecería, de superar cifras millonarias de concurrencia para ratificar que otra vez la cultura argentina da muestras de su estatura. Pero el amontonamiento del público no sólo impide ver un cuadro, asistir a un concierto o sentarse a escuchar a un escritor en los ahora confortables salones del predio de Palermo. No hay en estos casos ninguna posibilidad de diálogo, de reflexión (aunque sea sólo personal) o de goce cierto de la obra de arte. La cultura consistiría entonces en amontonar y en amontonarse, una idea tan primaria y aritmética como falsa. En rigor todo se trata de una cuestión de inversiones y rentabilidad. En otras palabras o, desde otro ángulo, se trata del consumo. Para las empresas que participan de la industria cultural no existen ya más que productos de venta o consumo masivo. Por eso convendría no perder de vista que hoy un libro, un disco, un cuadro, una película, una obra de teatro, un teléfono celular, un reproductor de DVD y una hamburguesa con papas fritas son exactamente lo mismo. No importan por lo que son sino por los resultados que obtengan en el mercado. Por eso, también, retornando al campo más acotado de la literatura, las empresas editoriales publican cada día menos literatura y más chatarra.
Otro factor contribuye a profundizar esta crisis. Las grandes editoriales argentinas ya no existen. Fueron vendidas a megaempresas globales (Sudamericana, por ejemplo, fue vendida al grupo italiano Mondadori; el grupo Mondadori pertenece al grupo alemán Bertelsmann, y este grupo pertenece ahora al grupo norteamericano Random House) o siempre fueron extranjeras: Alfaguara, Planeta, Ediciones B, etcétera. Estos grupos no tienen interés real en publicar a autores argentinos, y menos si son jóvenes o inéditos. En su lugar las empresas descargan barcos enteros con los libros de Harry Potter, Isabel Allende, Pérez Reverte, John Grisham, Pablo Coelho, Osho, miles y miles de volúmenes de autoayuda, divulgación y tonterías que atiborran las librerías de las grandes ciudades. A estas empresas ya no les interesan las pequeñas ciudades, las librerías chicas pero especializadas, los públicos iniciados o cultos. Si El código Da Vinci, de Dan Brown, hace dos años que está primero en las listas de best sellers de casi todo el mundo, empezando por Estados Unidos, ¿por qué una corporación editorial o una megalibrería o una cadena de librerías enclavadas en shoppings -que son las empresas que rigen el mercado del libro- van a desvelarse haciendo cuentas con una recuperación, tal vez destinada al fracaso, de los libros de Sara Gallardo, Germán Rozenmacher o Hugo Gola?
Sin concesiones
Las profecías de la hipermodernidad -según rebautiza hoy Gilles Lipovetsky a la ya destartalada posmodernidad- no han terminado de cumplirse: la moda y el consumo son los perfiles glamorosos de un mundo descaradamente rico que hace gala de su poder frente a otro mundo sumergido en la pobreza, la desnutrición, las enfermedades y la muerte. El consumo conspicuo no puede ocultar que sus productos provienen de factorías instaladas en los arrabales de la miseria, países asiáticos o latinoamericanos donde la mano de obra y las materias primas se pagan con monedas. Esa diferencia, ese abismo, ponen en primer plano las aberraciones, el terror y el pánico de la globalización. Pero la historia no terminó.
Atrapado en sus guerras preventivas, el imperio se ha olvidado de uno de sus mejores enemigos: la resistencia. Hoy nadie espera nada nuevo de la política, de la cultura, de la inteligencia. Por eso este es un momento privilegiado. Hay que reivindicar los derechos de los pueblos periféricos; denunciar la barbarie de los poderes centrales; rechazar la industria del entretenimiento; desenmascarar a los agentes secretos y públicos del mercado; repudiar a sus siervos, los premios envilecidos y todas las formas corruptas de promoción de un concepto de cultura funcional al consumo y que sólo es el consumo masivo de productos que a veces, eventualmente, son también productos o eventos culturales.
En el marco microscópico del campo literario, entonces, hoy más que nunca -como una propuesta más para el nuevo milenio-, los escritores debemos escribir una literatura sin concesiones: una literatura capaz de inventar nuevos canales de circulación, nuevos lectores y nuevos modos de leer... La resistencia consiste en no darse por vencido. Es indispensable sumarse a las fuerzas de todos aquellos que no se resignan, que reclaman un orden justo, nuevas reglas de juego, nuevas políticas, y nuevas políticas culturales. Este mundo todavía puede ser mejor. Mucho mejor. Aunque parezca una utopía.
© LA GACETA
La literatura y la crisis *
En el marco de un país en crisis desde principios del siglo pasado, cuando el golpe del general Uriburu terminó con las aspiraciones de crear una democracia “americana” en este suelo, cuando el proyecto de país imaginado por los liberales de fines del siglo XIX comenzó a disolverse en los brutales vaivenes políticos y económicos que hasta hoy continúan carcomiendo las entrañas de un tejido social que parece a prueba de tempestades bíblicas, el campo literario argentino puede pensarse como un escenario microscópico que, sin embargo, refleja los males endémicos que parecen eternos.
* Artículo publicado originalmente en este suplemento en 2004.
PERFIL
Juan Martini nació en Rosario en 1944 y murió, el martes de la semana pasada, en Buenos Aires. En los 60 codirigió, con Nicolás Rosa, la revista Setecientosmonos. Fue editor de Bruguera en España y director de Alfaguara en la Argentina. En 1973 publicó su primera novela, El agua en los pulmones. Creó un personaje clásico de las letras argentinas -Juan Minelli-, protagonista de cuatro de sus novelas. La vida entera (1981), su gran libro, fue prologado por Julio Cortázar. Otros de sus títulos son Puerto Apache, Rosario Express, La máquina de escribir, El autor intelectual y Colonia. Entre otras distinciones, ganó el Premio Boris Vian y la Beca Guggenheim.