Lo que resta del mundo: No es un río de Selva Almada
Bajo el legado inmenso de Heráclito, quien advertía que “a quienes penetran en los mismos ríos, aguas diferentes les corren por encima”, porque ni el río y ni el sujeto son cada vez los mismos, la novela de Almada acrecienta sus vertientes significativas.
(*) Carlos Hernán Sosa
Selva Almada es una de las escritoras de la narrativa reciente argentina que mejor se ha posicionado en los últimos años en el circuito de ventas, festivales y de crítica especializada. Una obra notable, sostenida en el tiempo, variada en temas y al mismo tiempo delineada internamente por matices escriturarios originales que enfatizan un tono personal en su narrativa, ha justificado con creces esta trascendencia. La autora se destaca, además, por la asidua presencia de sus colaboraciones en los medios culturales, un espacio profesional que guarda íntimas cercanías con la literatura que produce. Esta gestión cruzada de tareas tal vez se visualice con mayor insistencia en Chicas muertas (2014), su libro dedicado a recuperar tres casos de femicidios de adolescentes, donde un minucioso entramado discursivo entre la crónica, la investigación periodística y la narrativa literaria se simbiotizan.
Si hay un elemento que hilvana las tres novelas que Almada dio a conocer hasta este momento es el esfuerzo por construir un espacio imaginario, en permanente negociación referencial con el litoral argentino, su propia “zona”, donde se deconstruyen las referencias precisas de aquellos lugares ‒señalables con el dedo en un mapa‒ que los textos mencionan con seguridad. A veces, los lugares de la ambientación narrativa se acercan a la geografía seca y olvidada de la mano de Dios en el norte santafesino, con el viento norte acechando en el reino del espinillo ‒como pasa en El viento que arrasa (2012)‒; en otros casos, conforman un espacio transido de humedades vivificantes para la memoria, como en No es un río (2020); o eligen como anclaje la vida pueblerina, en la zona periferizada del barrio La Cruceña, en los márgenes de una localidad nacida tras una planta extractora de tanino donde agoniza la vida de Ladrilleros (2013). La figuración de un espacio, entonces, tan reconocible (en la tríada de provincias de Santa Fe, Chaco y Entre Ríos), como al mismo tiempo no identificable a ciencia cierta con ningún lugar en particular, le aseguran a la prosa de Almada su lugar propio en el mundo de la literatura.
El otro elemento que al leer en conjunto las novelas afianza su contundencia es la proposición de un decir acorde, conveniente a esta creación territorial, donde el léxico, la entonación y el tempo ‒cortante, telegráfico‒ del registro popular de los personajes incorpora las expresiones orales recurrentes del litoral argentino. Es ese empleo el que apunta las mayores divergencias entre los modos altisonantes e impostados que usa el Reverendo, en El viento que arrasa, con la dicción de los personajes agrestes con los que se va cruzando tras el desperfecto de su automóvil en pleno monte chaqueño. El tan audible “Pero claro, chamigo. No les voy a dejar a pata acá”, con que el ocasional transeúnte se ofrece a acercar al Reverendo y su hija, mientras aclara que son “bienvenidos al infierno”, suena a verosímil intercambio litoraleño, sutilmente pincelado por la orfebrería literaria que ensaya la novela de Almada. También en Ladrilleros, en esa reescritura criolla de Montescos y Capuletos que enfrenta a dos familias orilleras, en cuyo barroso devenir surge el amor entre dos varones, el decir litoraleño es la clave para ir cifrando los sentidos del mundo. Un universo localizado que, en este relato, tiene reminiscencias arqueológicas a guaraní. Muchas palabras y construcciones verbales ‒carayá, yaci-yateré, Ara Sunú, Pájaro Tamai‒ se van infiltrando en el habla de los personajes, en sus apodos; en estas designaciones con las que el lenguaje señala las cosas, las personas, las actividades cotidianas oímos ese devenir de las rutinas del pueblo con perdida cadencia guaraní.
En No es un río, estos procedimientos se pulen aún más.
Esta última novela de Almada escenifica las contorciones de masculinidades en pugna, como quien va repitiendo las notas bien aprendidas de una melodía que ensordece a medida que va develando la parábola oscura con que algunos varones diseñan su modo violento de plantarse en el mundo. El argumento del relato, dedicado a presentar unos días apacibles de pesca de dos amigos desde la infancia (Enero y el Negro) y el hijo (Tilo) de un tercer amigo muerto hace tiempo (Eusebio), parece diseñado como el gesto de trasgresión ritual de los machos foráneos que subvierten normas en ese espacio otro que es la isla ‒al matar una raya, dejarla pudrirse al sol y tirarla luego al río sin haber aprovechado su carne‒, por lo cual serán ‒deben ser‒ castigados. La idea de haber realizado un acto temerario, impuro, circunda la narración de este episodio, aportando ribetes mitológicos a la aparente simplicidad de los hechos ordinarios que se cuentan:
No era una raya. Era esa raya. Una bicha hermosa toda desplegada en el barro del fondo, habrá brillado blanca como una novia en la profundidad sin luz. Echada en el limo o planeando con sus tules, magnolia del agua, buscando comida, persiguiendo la transparencia de las larvas, las esqueléticas raíces. Los anzuelos enganchados en sus bordes, el tironeo de toda la tarde hasta darse por vencida. Los tiros. Arrancada del río para devolvérsela después.
Muerta.
La sanción a tal afrenta será una paliza en manada, impartida por algunos hombres de la isla, custodios ‒improvisados por el alcohol‒ de ese cosmos otro en el que los citadinos no parecen saber conducirse con suficiente integridad y, por eso mismo, como dice el César, “hay que enseñarles”. No parece estar ausente tampoco, como justificación encubierta de esta pelea salvaje, una tibia sospecha de disputa por “las hembras” locales que coquetean con los foráneos.
Así las cosas, lo que el relato perfila engañosamente en un comienzo como el devenir calmo de un fin de semana entre amigos se eclipsa de repente y el lector va ensombreciéndose con los acontecimientos. Tramada a partir de la conjunción de dos tiempos: el pasado de los episodios previos a la anécdota que arranca en el comienzo de la novela y el presente de la estadía en el río, cuya confirmación de la inmediatez se enfatiza con el uso del presente narrativo; la historia de los tres amigos se recompone de modo fragmentado y a través de dosificadas estrategias de montaje. Tanto la prehistoria del amigo que murió alcoholizado en el río hace veinte años, en un verano como el que transitan nuevamente los personajes, también como alienados voluntarios de una realidad que intentan olvidar con el paraíso artificial y compensatorio que aportan el alcohol y la música a todo volumen; como la historia presente de acechamiento, persecución y castigo que padecen, tras la advertencia muda e inquietante del monte que no parecen haber podido interpretar, terminan por descomponer los sentidos de la realidad.
El mundo en suspensión fuera de la rutina se torna de pronto alucinado, como las reverberaciones del sol en el agua del río va tramitando su paso a la locura sin transiciones visibles, como las insolaciones de las siestas infernales va taladrando la racionalidad de a pedacitos de pique intermitente. Todo se encapsula en una amenidad sospechosa, en un clima de policial aligerado, lo advertimos como lectores promediando el relato, donde la realidad nunca deja de ser amenazante: por esa respiración contenida y temible con que se observa a los pescadores amigos desde el monte o por las vulgares rivalidades masculinas, que olfatean en el cambio del viento la presencia de otros machos para justificar su fuga de bestialidad contenida. No en vano el tiro de gracia para el escarmiento son las patadas disciplinadoras: “Una final, a cada uno, en los huevos”.
La presencia de la brutalidad del mundo de los varones y sus prerrogativas ilimitadas es una línea dura en la narrativa de Almada, es el derrame femicida que organiza sentidos en Chicas muertas o la derivación hacia el aniquilamiento homoerótico, que aparece enquistado en la genealogía de odios familiares, en Ladrilleros. Tal vez la tendencia con la cual puede advertirse mayor vinculación en No es un río sea esta última. El homoerotismo amordazado de Ladrilleros, en un clima de violencia regido por los machismos perennes que no guardan lugar para los finales felices en la historia de amor de dos varones, puede articularse con la subrepticia emergencia del deseo que, con sutileza, fluye en No es un río. Está ahí nomás, en el exhibicionismo de los cuerpos semidesnudos de los pescadores en el río, en los contactos que el baile alcoholizado promueve o la verbalización secreta que el chiste sexual dispersa en el clima propicio del juego de cartas: “Ya vas a ver, ya vas a ver. Te voy a llenar el culo de pasto”, le dice Enero, el conflictuado amigo de su padre, al adolescente Tilo.
La figura de Enero es un ejemplo cabal de cómo se gestiona en este mundo narrativo la afectividad más adecuada para la amistad entre varones. Él es, a su manera y en cierta medida, también un viudo, mutilado por la ausencia del amigo muerto. El personaje aparece literalmente fracturado, por la pérdida accidental de un dedo de la mano, y porque ha perdido a su amigo:
El dedo [de la mano] se fue casi atrás de Eusebio. A las pocas semanas de enterrar al amigo, al compadre, al hermano. Como si una parte suya, real y concreta, tuviera que morirse también.
Un dedo.
Poca cosa.
Una limosna.
El Negro, el otro amigo sobreviviente, evidencia también esa silenciosa fidelidad de los afectos, reacia al exhibicionismo, que parece entrañar el cariño entre los amigos varones. Su mirada conmovida sirve para ir develando el modo en que él mismo también participa de esos complejos bastidores de alianzas sentimentales, de la red solidaria de virilidades que integran amigos, compadres, padrinos y ahijados:
Recién salido del monte, el Negro se detiene a tomar aire. Los ve sentados equidistante. Tilo un muchacho como el que fueron. Enero un hombre como él, poniéndose viejo como él. (...) Las bandadas de mosquitos tiemblan como espejismos sobre el agua. (…) Los ve también sobre el cuerpo de Enero. Tiene el lomo negro de mosquitos. Lo ve levantar los dos brazos morrudos, moverlos lento como las aspas de un ventilador, espantarlos con el movimiento sin derramar una gota de sangre. Algo en ese gesto lo emociona. Algo en la imagen de los dos amigos, el muchachito y el hombre, lo emociona. Siente que el fuego del atardecer le acaricia el pecho, por adentro.
Los preanuncios sobre la muerte de Eusebio, a través de los recurrentes sueños de Enero donde aparece la figura intimidante de El Ahogado, sirven de ingreso a toda una imaginería popular sobre las predicciones, sobre “los mensajes” que van advirtiendo, porque como dice Gutiérrez, el padrino curandero de Eusebio: “A veces los sueños son ecos del futuro”. Un porvenir que, en la línea aciaga de los oráculos de Apolo ‒el dios no casualmente llamado el oblicuo‒, se transmite siempre a partir de mensajes oscuros, de difícil discernimiento, tanto que el propio Gutiérrez fallará al no interpretar el sueño de Enero como un pronóstico de la muerte de Eusebio.
Los sueños con muertes también intentan ser descifrados por Lucy y Mariela, dos adolescentes que viven en la isla; en este caso, también es reconocible la huella de los saberes populares cuando se alude al acto de recordar durante la vigila en ayunas, para poder alargarle la vida al personaje que muere en el sueño. Con estas dos mujeres y su madre la novela despeja un espacio entre tanta testosterona para acercarse al mundo femenino. El angustiado existir de la madre, por las frustraciones personales y la inminente e inesperada muerte de las hijas, eso lo sabremos después, presenta una de las zonas más tensionada del relato, pues allí se monta la escena perversa del cuidado maternal ‒siempre imperfecto‒ por el cual se la responsabiliza por la pérdida de ambas. En el mismo sentido censurador aparecen graficadas las acciones de las hijas, como personajes geminados que van transitando, desde la mirada masculina, por un carril donde van adelgazando la condición de mujer ante una animalización de escaparate comercial ‒“las melenas negras como plumas de tordo”, “las piernas asoman doradas, los pelitos de los muslos brillan como escamas”, “y ese olor a pasto recién cortado que les sale, a las dos, de todo el cuerpo”‒; con la cual las chicas entablan arteras instancias de negociación, para disponer libremente del goce de sus cuerpos. La lucha de la madre por regular la sexualidad de las hijas no puede advertir estos gestos de adaptación de las muchachas, para ella, desde su propia experiencia de mujer pobre abandonada por el marido, el mandato imperioso es evitar que se conviertan en unas “arrastradas”. Como amarga ironía, la madre enceguecida por esta imposición no logrará advertir el peligro, en verdad más fundado, de los ojos depredadores de los varones sobre sus hijas. Al iniciarse la novela todo este esfuerzo maternal ya parece estar mostrando sus frutos insuficientes, en el intento por sofrenar la condena pública sobre las chicas abiertamente instalada en la isla. Cuando los amigos pescadores las ven deambular y las miran libidinosos “para engordar la vista un rato”, uno de los isleños presente les advertirá: “¡Cuidado con esas dos! Tienen ponzoña en la cajeta”. Con esa intervención gutural parece cerrarse el círculo de las divisiones de géneros que, con fino distanciamiento crítico, se despliega en este relato desde la apelación a los genitales: como golpe intimidatorio ‒pero cómplice‒ ante el exceso cometido, en el caso de los varones, y como amonestación sobre el placer que habilitan voluntariamente, en el caso de las mujeres.
Estratégicamente montada, desde una primera ‒y falsaria‒ impresión abstraída de la vida en comunidad, en apariencia sólo conmovida por el espectáculo ingobernable de la naturaleza, esta novela de Almada en realidad inquiere con hondura, con genuina preocupación, sobre las convenciones y los mandatos sociales, sobre la inequidad y obsolescencia en la distribución social de los roles de género, sobre los problemas de sordera crónica que atraviesan los conflictos generacionales, sobre la brutalidad endogámica de cacería de algunos varones. Y, también, sobre la ternura contenida de quien disimula ‒como quien limpia con la mano, rápidamente, la lágrima que “mancilla la hombría”‒ el cariño por los amigos y el dolor lacerante de perder a uno de ellos.
Bajo el legado inmenso de Heráclito, quien advertía que “a quienes penetran en los mismos ríos, aguas diferentes les corren por encima”, porque ni el río y ni el sujeto son cada vez los mismos, la novela de Almada acrecienta sus vertientes significativas. Por eso, en esta historia, tan acotada y profunda como la intimidad misma, el río no es un río, sino el río en el que se vivieron alegrías y se asentaron complicidades, cuyos atardeceres se disfrutaron con los afectos, el río traicionero que sepultó a un amigo; no cualquiera, no otro, sino aquel río al que la ritualidad del retorno a la isla parece querer arrancarle algunas explicaciones que, por lo tan demoradas, por esa inherente mutabilidad del agua y las personas, ya no parecen tener mucho sentido.
(*) Dr. en Letras, Investigador Asistente del CONICET. Responsable de las cátedras de Introducción a la Literatura y Literatura Argentina en la carrera de Letras de la UNSa.
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