El espejo empañado: imágenes de escritor y literatura en la narrativa reciente del noroeste
“¿Qué hacen los jóvenes narradores con este asunto? Pues bien, ensayan diferentes rumbos al momento de dispersar en sus textos algunos índices sobre lo que les significa escribir y cómo perfilan una idea de literatura”, dice Hernán Sosa, en esta columna sobre literatura.
(*)Carlos Hernán Sosa
Si hay una huella que nunca deberíamos desatender cuando ingresamos al discurso literario es la estela en la cual la figura del autor va desvaneciéndose, en ese proceso de dispersión del sujeto mientras intenta enmascararse en su obra. Viejísimo problema teórico éste, que los profesores de literatura zanjamos muy escolarizadamente advirtiendo sobre la necesidad de distinguir entre autor y enunciador (narrador o yo lírico) y personaje, cuando sabemos bien que entre el autor y las voces que dicen y los sujetos que habitan la historia referida, siempre, hay cruces y préstamos, ocultamientos y negaciones, que desdibujan esas entidades aparentemente tan delimitadas. “Madame Bovary, c’est moi”, decía Flaubert, destacando un obsesivo trabajo de escritura a través de esta equivalencia –falsa y certera, a la vez– con su heroína más mimada; “Je est un autre”, refutaba Rimbaud, por su parte, revolviendo con provocación las aguas gramaticales de su subjetivad poética. Aunque parezca una razón obvia, nunca parece suficiente destacar que detrás de un texto siempre hay un sujeto que escribe, con su autobiografía de caracol sobre los hombros, con el pesar de su cuerpo, con la contingencia del día a día. Con los años aprendí que hay que entrar en la madurez de la vida para poder empezar a escribir con hondura sobre algunos tratamientos, como el tiempo o la muerte. Cuando se abordan estos temas antes de los propios decaimientos de la edad –que son una alarma fidedigna de nuestra propia caducidad– todo resuena un poco, a veces demasiado, a ejercicio de principiante. Es que la literatura es, también, a fin de cuentas, el producto algo desescamado de esas gravitaciones que tanto nos atraviesan.
Tener presente estas intersecciones resulta provechoso, además, para apreciar cómo en la materialidad verbal de lo que leemos puede pensarse el vínculo que el propio escritor trama con su oficio, las genealogías literarias que va forjando, la forma en que lee a sus precursores, los modos en que trasvasa a su literatura un modo de pensar(se) en el mundo (con su equipaje total de caracol a cuestas). De tal calibre es esta disquisición que hasta algunos críticos, como Terry Eagleton o Jonathan Culler, al momento de pensar los rasgos distintivos de lo literario señalan que estos juegos metadiscursivos, donde la escritura en última instancia está hablando de sus propios procesos compositivos, son signos bastante inequívocos de la presencia de la literatura. Si hay un discurso social que se muerde la cola de la autorreflexión, ensimismada en su propia circularidad, como aquella serpiente en la iconografía ancestral, es la literatura. Y la autofiguración del sujeto que escribe es, sin dudas, un elemento de peso en este punto.
¿Qué hacen los jóvenes narradores del noroeste con este asunto? Pues bien, ensayan diferentes rumbos al momento de dispersar en sus textos algunos índices sobre lo que les significa escribir y cómo perfilan una idea de literatura. Tal vez una de las polarizaciones más reconocibles en esta diversidad es la que puede marcarse entre una permanencia residual de cuño romántico, donde la escritura está pensada todavía en algún punto asociada a categorías siempre volátiles como inspiración, intimidad u originalidad, es decir, a la autosuficiencia torremarfileña de la literatura y de su creador; mientras que, en la vereda de enfrente, tenemos la imagen profesionalizada, que piensa la escritura como un oficio, como producto de un trabajo sostenido y sistematizado, y que no reniega del mercado como inevitable reducto de su circulación. Y, en el medio de estos pilares, por supuesto, hay una paleta de contaminaciones.
En su libro Habitantes, Martín Goitea apunta pinceladas sobre lo que es escribir escamoteándole tiempo a tareas no deseadas. En el cuento “Personas que escriben en el trabajo”, se relata la historia de un “joven que intentó escribir una novela de muchos capítulos cortos durante las horas en que atendía las llamadas de atención al cliente de un canal de televisión por cable”. Protagonista de una situación con ribetes bizarros –el atraco frustrado durante un almuerzo, mientras hace la pausa laboral del mediodía–, este joven, mediante el ardid del personaje que escribe lo que finalmente sabremos que estamos leyendo, será rescatado de su tarea alienante cuando se descubra que le roba horas al trabajo para escribir subrepticiamente: “Pero no lo echaron, dijeron que por su buena conducta. Para evitarle la tentación y las condiciones de reincidir, lo mandaron a la calle, a llevar y traer correspondencia, quizás a hacer un depósito o a cobrar un cheque”, dice irónicamente el texto, en tanto que esa nueva actividad correctiva resultará óptima para seguir tramando argumentos. La literatura como tiempo robado al negocio o como despojo de lo que el interés por el dinero deja en pie (en la historia lo que se cuenta es el riesgo que para el propio autor significa poder hallar una intriga, arriesgándose incluso a padecer un robo) podrían encarnar dos buenas alegorías de este cuento.
En “Mix tape”, relato incluido en El montaje obsceno, Claudio Rojo Cesca brinda otra vuelta de tuerca sobre el trabajo autoral, más estrictamente asociado a la tensión entre la tarea de escritura impuesta o voluntaria. El horrible cuco para el vate inspirado por naturaleza, el escribir por encargo, muestra aquí sus manotazos. En principio, el narrador debe escribir a pedido un cuento sobre la recuperación de las adicciones para su difusión preventiva en las escuelas. Atravesado por su circunstancia frustrante, decide escribir una historia sobre hormigas, intentando evadir la situación con una mueca crítica sobre las rutinas del sistema, pues “cada mañana las hormigas iban a trabajar, como cualquier persona, con portafolios y corbatas y sombreros agujereados por donde crecían las antenas”. Como es de esperar, la parodia de la fábula es rechazada. Sin embargo, lo que sí se escribe con ganas –sin que el lector lo sepa hasta el final cuando el narrador confiese– es otro cuento, con el que gana una mención en un concurso literario. Este relato, el disimulado, amplía la historia pirómana del sueño recurrente de un amigo, que el narrador escribe a pesar de haberle dicho a aquel que no lo haría porque representaba un momento angustioso de su vida. La literatura surge aquí como acto derivado del hurto y la traición, como producto sin ley ni moral que lo restrinjan, es una escapatoria ingobernable de toda determinación; tal como se dirime desde la meditación del narrador, con su pizca catártica y cínica: “Ahora sé que escribir no me hace feliz, ni tampoco me hace infeliz. Escribir es una cosa que yo hago y nada más. Como salir a correr, o tomar mucha cerveza cuando pinta la depresión”.
La fricción entre asunción espontánea y proyecto de vida coaccionado por la literatura, en este caso por su versión más cercana como es la traducción, aparece en la novela Los planes de María Lobo, donde se sigue el recorrido de Shea, una profesora de italiano que intenta traducir El jardín de los Finzi-Contini de Bassani. Siempre en esa búsqueda permanente que parece tener como precipicio el fracaso, al igual que en otros textos de Lobo, en este caso abrazar la labor literaria para Shea se asemeja a una cruzada personal algo grotesca: “Les hacía leer a sus alumnos aquella novela; en las clases había descubierto que Giorgio Bassani necesitaba de alguien como ella que le hiciera justicia, que fuera capaz de traducir con profundo compromiso esas páginas tristes y solemnes sobre el Holocausto”. El desempeño de esta tarea, donde “nadie le pagaba un centavo por la traducción”, despejada de cualquier corrupción materialista, refuerza la idea de una búsqueda de mera gratificación interior para la protagonista. Sin embargo, el falso sometimiento a una actividad no movilizada por un deseo genuino terminará por frustrar las expectativas del personaje; así, dirá el narrador punzante, años después:
Desde que había terminado la traducción de la novela, sobre todo desde que se había dado cuenta de que no cabía la más remota posibilidad de hacer algo con eso, o tal vez a causa de que en algún sentido Pipo había señalado la novela como una de las razones por las cuales se había ido de la casa, Shea ahora buscaba entusiasmarse con otro tipo de libros que no fueran literarios.
Tal como parece señalar la moraleja amarga de este relato, con la contundente ninguneada de la tarea literaria referida como “eso”, nada es resarcible si se la coloca en el estante decorativo de una actividad progre y esnob con la cual se intenta proyectar una imagen estimable para la sociedad. Sin gasolina pulsional el motor de la escritura literaria no funciona.
Transitando por carriles alternos, nuevas formas de pensar la escritura literaria la posicionan como instancia vivificante, dadora de sentidos, en otras narraciones. En Cuando llegó la brigada amanecía en el barrio, de Federico Leguizamón, el clima asfixiante del sinsentido vital por la inexistencia de proyecciones a futuro empobrece más aún la condición de los habitantes de la villa 8/20 de San Salvador de Jujuy, donde se ambientan los relatos del libro. Si la desidia, la atomización de las afectividades y el coqueteo con la muerte son algunos de los condimentos desesperantes que este texto señala como puntos de fuga de un presente atormentado, la literatura sin embargo emerge como una tabla de salvataje. Rompiendo con esa mansedumbre de res camino al matadero, de una complacencia determinista que resulta inquietante en este libro, de pronto otro señalamiento luminoso se devela. Con poderosa clarividencia, la de aquellos que verdaderamente confían en el poder germinal y contestario de la palabra, el narrador de “El asesino” nos dice:
Estoy en Santa Fe escribiendo estas líneas para que nadie olvide porque sé que escribir es la única forma que tienen de resistir los desdichados, los diferentes, los indignos, las personas que tienen insomnio, los solitarios como vos.
Acá escribo para que no olviden ni pregunten quién soy. Hablar es existir… el vacío se materializa en las palabras. Nombrar vuelve real la nada, el tedio, la tarde, mi nombre y tu cara sorprendida.
Una vivencia semejante es la que embarga a Martín, el protagonista de Los pibes suicidas, de Fabio Martínez, en la misma genealogía del jujeño, cuyo sendero reconoce la propia novela al arrancar con un epígrafe de aquel libro de Leguizamón. Al devenir sin brújula de Leguizamón, Martínez le suma una violencia descontrolada en la intriga, en episodios que sucediéndose sin transiciones van destacando más aún la perspectiva estanca de un grupo de jóvenes amigos, pequeños delincuentes de frontera, narcos fracasados, matoncitos de poca monta. El presente gris y sin remedio aparece caldeado aquí por un estado de efervescencia general, el contexto de las protestas y saqueos durante la emergencia del movimiento piquetero, germinado en el humus del abandono del estado nacional y la debacle posterior a la privatización de YPF, en el norte salteño a comienzos de la década de 2000. Si hay un lugar posible para pensar la escritura en esta novela, que se detiene morosamente en el movimiento eléctrico de una sociedad convulsionada, es la imagen redentora con que Martín intenta sostener, frente a las adversidades, la publicación de una revista. Una actividad que también termina siendo fagocitada por los atropellos de la incertidumbre:
Tenía el último número de la revista, el de junio. Con la investigación acerca de las Patotas en Tartagal y las monjas que explotaban a los profesores en el colegio. Después de eso los anunciantes se fueron cayendo como fichas de dominó y me quedé sin nada. Decidí dejar pasar julio, pero estamos a fines de agosto y la revista todavía no vuelve.
También dejé de escribir
Las ganas se me fueron.
Si en Leguizamón la escritura era una escapatoria posible ante una realidad acuciante –tal vez, al menos, una burbuja para respirar en la voracidad de la nada–, su ausencia más palpable como entidad motorizadora de estímulos, en Martínez, derrapa en una embroncada prolongación agónica. En Tartagal, esa ciudad que se quiere ver arder, la escritura expira como una imagen anémica de la libertad y las razones para seguir vivo, derruida por el vulgar materialismo de los anunciantes en fuga. A pesar de ello, aun en el residuo que perdura de estas cenizas, en ambos autores es posible reconocer la validación de un estatuto y la confianza que todavía depositan en esta actividad, como discurso legítimo y con eco suficiente para reprocharle algunas injusticias al mundo.
Tal vez en la veta más dura de este posicionamiento, la del compromiso político explícito, algo que los autores anteriores no persiguen de manera directa porque los intereses de la escritura se desvían también hacia otros rumbos, puede pensarse la figuración de autor y la idea de literatura que organizan sentidos unificados en algunos cuentos de Sólo por contar de Darío Melano Jasmín. Tres relatos de este libro tramitan algunos aspectos donde la capacidad performativa de la literatura parece seguir poniéndose a prueba. Esto se devela mejor al discernir los carriles genealógicos que entroncan estas historias con la temática de la denuncia sobre los crímenes de la última dictadura militar, en un ciclo asentado como es el de las narrativas de posdictadura en Argentina, resituando la mirada en la experiencia traumática de Jujuy. En “Ese nombre”, mediante la capacidad de reponer verdades simbólicas de la literatura frente a la diatriba de la memoria y el olvido, se recompone la historia de Avelino Bazán, sindicalista minero desaparecido. En “Corona de flores”, será abordada la imagen icónica y valiente de Olga Arédez y su lucha contra la alianza de poderes locales en Ledesma, tras el secuestro de su marido. Pero, probablemente, es en “Abismos” el relato donde se alcance mayor fuerza enunciativa por la estrategia empleada al tomar la voz de la propia desaparecida Alcira Fidalgo, como narradora de sus últimos momentos, y por la apropiación intertextual de su poesía que aparece repuesta a lo largo del cuento. También hay allí una constatación ‒tal vez demasiado convencida‒ sobre cómo se entiende la función social de la literatura, que podría derivarse hacia los otros relatos, escandida por el registro lírico de la narradora: “Mi memoria, iluminada, permanece allí, bajo el sol, bajo la luz inquieta de la hoguera; en ese lugar sagrado del tiempo que nadie podrá profanar. Nadie jamás. Ni siquiera ellos, los dueños de la noche; esos que vienen cada jornada a arrebatar mis sueños”. Cuando se rastrea la valoración instituida sobre autor y literatura al tratar estos temas en esta obra, surge, evidentemente, la figuración como guardianes de la memoria, como provocadores de la sociedad habilitados para dictaminar sobre lo trascendente.
En un espectro variado, del que aquí se ofrece apenas una muestra, donde se verifican distintas tradiciones, modos enfrentados para pensar la tarea autoral y las vicisitudes de la escritura literaria, la narrativa reciente del noroeste desanda los modos autorreflexivos sobre su propio quehacer. Tal vez un punto de articulación tentativo entre esta multiplicidad sea la decisiva constatación de que sigue habiendo un número importante de narradores, que continúan forjando trayectorias autorales, propiciando la emergencia de pequeñas editoriales a partir de las cuales ganar difusión, armando redes para hacer circular la palabra. Hacen esto fuera de la escritura (en las prácticas que completan la circunferencia por la que deambula la literatura en las sociedades) y lo hacen dentro (mediante el juego especular en el que dejan constancia esmerilada de sus tareas).
En definitiva, tras la caída de los grandes relatos y la autosuficiencia de las liviandades relativizadoras de todo, que nos dejan naufragando en la experiencia de la mentira algorítmica de la hiperconectividad y su sintonía democratizadora dispensada en megabytes –alcanzables tan sólo con una pulsión de la tecla Enter–, continuar apostando por la literatura es un signo paradojal de vitalidad envejecida, un decir sin sombras de otra época, que todavía intenta reposicionar con obstinación quijotesca los disgregados sentidos del mundo.
(*) Dr. en Letras, Investigador Asistente del CONICET. Responsable de las cátedras de Introducción a la Literatura y Literatura Argentina en la carrera de Letras de la UNSa.
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